El 6 de agosto de de 1945, hace 76 años, el Enola Gay arrojó su «Little Boy» sobre la ciudad japonesa de Hiroshima la primera bomba atómica. La bomba dejó aproximadamente 140.000 personas muertas, unos 70.000 heridos y una ciudad devastada.
Esta explosión, así como la posterior en Nagasaki, cambió para siempre las relaciones internacionales, pero también la vida de los que sobrevivieron aquel infierno atómico. Hoy en día, las armas nucleares siguen existiendo, mientras EE.UU. abandona pactos nucleares.

Eran las 8.15 del 6 de agosto de 1945, sesenta segundos después comenzaba la era atómica. Con la muerte instantánea de más de cien mil personas. Cien mil muertos en nueve segundos.
El setenta por ciento de las viviendas absolutamente destruidas. Sesenta mil heridos de gravedad. La gran mayoría de ellos murió en los días y meses subsiguientes como consecuencia de la explosión atómica.
Nada quedó con vida a un kilómetro y medio a la redonda del epicentro de la explosión. Ni siquiera vestigios. Todo se evaporó. Todo quedó convertido en polvo radiactivo.

Las personas se desintegraron. No quedaron restos que identificar. Sopladas por la onda expansiva, la imagen de alguien quedó grabada en el pavimento agrietado. La bomba atómica iguala a las cosas con los seres humanos: lo (mucho) que queda a su alcance reducido a la nada.
Casi todos los centros de atención médica de la ciudad quedaron inutilizados. Sólo un diez por ciento de los médicos estuvieron en condiciones de atender pacientes, la fila más larga de pacientes de la historia de la humanidad.

Estados Unidos, después de Hiroshima y Nagasaki, aceptó la capitulación japonesa. Mantenía la figura del emperador y a Hiroito le aseguran impunidad en el juzgamiento por los crímenes de guerra (no así a su estado mayor).

El país que representa a Occidente, el que hace de la libertad su credo, mató en segundos ciento de miles de personas. Hiroshima y Nagasaki. Dos veces con sólo tres días de diferencia.
